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viernes, 6 de agosto de 2010

España

España (nombre oficial, Reino de España), monarquía parlamentaria de Europa suroccidental que ocupa la mayor parte de la península Ibérica; limita al norte con el mar Cantábrico, Francia y Andorra; al este con el mar Mediterráneo; al sur con el mar Mediterráneo y el océano Atlántico y al oeste con Portugal y el océano Atlántico. La dependencia británica de Gibraltar está situada en el extremo meridional de España. Las Islas Baleares, en el Mediterráneo, y Canarias, en el océano Atlántico, frente a las costas del Sahara Occidental y Marruecos, constituyen las dos comunidades autónomas insulares de España. También son parte integrante del Estado español, aunque estén situadas en territorio africano, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, así como tres grupos de islas cerca de África: el Peñón de Vélez de la Gomera, el Peñón de Alhucemas y Chafarinas. La extensión de España, incluidos los territorios africanos e insulares, es de 505.990 km². Madrid es la capital y la principal ciudad del país.

España ocupa el 85% de la península Ibérica y está rodeada de agua por casi el 88% de su perímetro; su costa mediterránea mide unos 1.660 km de largo y la atlántica unos 710 km. La amplia y continua cadena montañosa de los Pirineos, que se extiende a lo largo de 435 km desde el golfo de Vizcaya hasta el mar Mediterráneo, forma frontera natural con Francia, al norte; en el extremo sur, el estrecho de Gibraltar separa la península y el norte de África solo unos pocos kilómetros.
La característica topográfica más importante de España es la gran planicie central, poco arbolada, llamada meseta Central, que tiene una inclinación general descendente de norte a sur y de este a oeste, con una altitud media de unos 610 m. La Meseta se encuentra dividida en una sección septentrional (submeseta Norte) y otra meridional (submeseta Sur) por una cadena montañosa, el sistema Central, del que forman parte las sierras de Gredos y de Guadarrama. Los montes de Toledo se extienden por la submeseta Sur y presentan cimas de escasa altitud.
Otras cadenas montañosas, como la cordillera Cantábrica, al norte, el sistema Ibérico, al este, sierra Morena, al sur, y el macizo Galaico, al noroeste, constituyen los rebordes de la Meseta y la separan de la orla cantábrica y Galicia, el valle del Ebro y la llanura levantina y del valle del Guadalquivir, respectivamente. Entre muchas de estas montañas se abren valles estrechos drenados por ríos rápidos, afluentes de otros mayores, como el Lozoya, el Sil, el Jerte o el Jiloca.
Las cordilleras Costeras catalanas, en el noreste, y las sierras o sistemas Béticos, al sur, ambas exteriores a la Meseta, completan la serie de cordilleras importantes de la península. Las cumbres más elevadas de la península Ibérica son el pico de Aneto (3.404 m) en los Pirineos aragoneses y el Mulhacén (3.477 m) en sierra Nevada, en el sur de España. El punto más elevado de todo el territorio español es el pico del Teide (3.718 m), situado en la isla canaria de Tenerife.
La llanura costera es estrecha, salvo en la costa levantina y en el golfo de Cádiz; no suele medir más de 32 km de anchura, y en muchas áreas está quebrada por montañas que descienden abruptamente hasta el mar formando acantilados y calas, como en la Costa Brava. El litoral septentrional y gallego presenta varios puertos destacados en el fondo de abrigadas rías.
El clima de España es predominantemente mediterráneo. Se caracteriza por inviernos templados y veranos muy calurosos, salvo en el interior o las montañas, donde las temperaturas son más extremas. Las precipitaciones en estas zonas son, por lo general, insuficientes, y se sufren sequías periódicas. La mayor parte de España recibe menos de 610 mm de precipitaciones anuales; las regiones montañosas del norte y centro son más húmedas. A lo largo de las costas del mar Cantábrico y del océano Atlántico el clima es oceánico, húmedo y templado. La meseta Central tiene un clima mediterráneo continentalizado o de interior, con unos veranos áridos (las temperaturas pueden superar los 40 °C) y unos inviernos muy fríos, con frecuentes nevadas. Las islas Canarias poseen un clima subtropical, cálido todo el año y con precipitaciones escasas; Santa Cruz de Tenerife tiene 17 ºC de temperatura media en enero. Málaga también tiene uno de los inviernos más suaves de Europa, con 12,5 ºC de temperatura media mensual en enero.
Algo menos de un tercio de España es superficie forestal, mantenida gracias a numerosas repoblaciones. En el norte, más húmedo y fresco, predominan la vegetación caducifolia, los prados y pastos, y el paisaje siempre verde. En el sur, más seco y cálido, abundan las especies perennifolias y los matorrales y plantas aromáticas. Los árboles de hoja perenne más comunes son la encina, en las zonas bajas, y el pino, en las montañosas; el alcornoque, del cual se puede extraer corcho cada diez años, también es abundante y crece principalmente en Extremadura y Girona. Entre las especies de hoja caduca destacan el olmo, el haya, el roble, la sabina, el eucalipto y el castaño. Junto a los cursos fluviales aparece la vegetación de ribera. El esparto, que se utiliza para la fabricación de papel y distintos productos de fibras, crece de manera natural en las zonas áridas del sur y sureste. La dehesa se extiende por la zonas de clima mediterráneo continentalizado.
La fauna española, una de las más variadas del continente europeo, comprende especies como el lobo, oso, lince, gato montés, zorro, jabalí, cabra montés, ciervo y liebres. Las aves son abundantes, con numerosas especies de rapaces, como águilas, buitres, alimoches, quebrantahuesos, halcones, azores, búhos y lechuzas, así como grullas, avutardas, flamencos, garzas y patos. Abundan también los insectos. En los arroyos y lagos de montaña son frecuentes peces como el barbo, la tenca y la trucha.
Los españoles son una mezcla de los pueblos indígenas que habitaban la península Ibérica y los que fueron ocupándola a lo largo de su historia: los celtas, un pueblo de la Europa atlántica; los iberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, todos ellos pueblos mediterráneos; los suevos, los vándalos y los visigodos (véase Pueblo godo), y los pueblos germánicos. También están presentes los elementos semíticos, en especial de origen árabe y judío. Hay varios grupos lingüísticos en España que han mantenido una identidad cultural propia, entre los que se encuentran los vascos, los gallegos y los catalanes. Los gitanos, también conocidos como calés, están presentes en todo el territorio español, formando un reducido grupo étnico (alrededor de medio millón) pero importante por su acusada personalidad.

La población española es mayoritariamente católica. El país se divide en 14 provincias eclesiásticas (sedes metropolitanas), que comprenden 69 diócesis territoriales, y 1 arzobispado castrense. Con anterioridad a la restauración democrática, el catolicismo era la religión oficial del Estado, pero la Constitución de 1978 estableció la aconfesionalidad del mismo y la libertad religiosa. Hay pequeñas comunidades de protestantes, judíos y musulmanes.

Según la Constitución española, el castellano es el idioma oficial para todo el país; además, son lenguas cooficiales, en sus respectivas comunidades autónomas, el vasco (o euskera, una lengua preindoeuropea), el gallego, el catalán (que en Islas Baleares presenta ligeras variedades lingüísticas) y el valenciano.

Tradicionalmente España ha sido un país agrícola y aún es uno de los mayores productores de Europa occidental, pero desde mediados de la década de 1950 el crecimiento industrial fue rápido y pronto alcanzó un mayor peso que la agricultura en la economía del país. Una serie de planes de desarrollo, que se iniciaron en 1964, ayudaron a expandir la economía, pero a finales de la década de 1970 comenzó un periodo de recesión económica a causa de la subida de los precios del petróleo, y un aumento de las importaciones con la llegada de la democracia y la apertura de fronteras. Con posterioridad, el gobierno incrementó el desarrollo de las industrias del acero, astilleros, textiles y mineras. En la actualidad, la terciarización de la economía y de la sociedad española queda clara tanto en el producto interior bruto (contribución en 2006: un 67%) como en la tasa de empleo por sectores (65%). Los ingresos obtenidos por el turismo permiten equilibrar la balanza de pagos. El 1 de enero de 1986 España ingresó como miembro de pleno derecho en la Unión Europea y desde entonces las políticas económicas han evolucionado en función de esta gran organización supranacional (PAC, IFOP…).
La agricultura fue hasta la década de 1960 el soporte principal de la economía española, pero actualmente emplea solo alrededor del 5% de la población activa. Los principales cultivos son trigo, cebada, remolacha azucarera (betabel), maíz, patatas (papas), centeno, avena, arroz, tomates y cebollas. El país tiene también extensos viñedos y huertos de cítricos y olivos. En 2006 la producción anual (expresada en t) de cereales fue de 19,4 millones; de los cuales 5,6 fueron de trigo, 8,3 de cebada, 3,5 de maíz y 158.700 t de centeno. La producción anual de otros importantes productos era: 6 millones de toneladas de remolacha azucarera, 2,5 millones de patatas, 6,4 millones de uvas, 3,9 millones de tomates, casi 3 millones de naranjas, y algo menos de 1 millón de cebollas.
Las condiciones climáticas y topográficas hacen que la agricultura de secano sea obligatoria en una gran parte de España. Las provincias del litoral mediterráneo tienen sistemas de regadío desde hace tiempo, y este cinturón costero que anteriormente era árido se ha convertido en una de las áreas más productivas de España, donde es frecuente encontrar cultivos bajo plástico. En el valle del Ebro se pueden encontrar proyectos combinados de regadío e hidroeléctricos. Grandes zonas de Extremadura están irrigadas con aguas procedentes del río Guadiana por medio de sistemas de riego que han sido instalados gracias a proyectos gubernamentales (Plan Badajoz y regadíos de Coria, entre otros). Las explotaciones de regadío de pequeño tamaño están más extendidas por las zonas de clima húmedo y por la huerta de Murcia y la huerta de Valencia.
La ganadería, en especial la ovina y la porcina, tiene una importante trascendencia económica. Entre los animales más famosos están los toros de lidia, que se crían en Andalucía, Salamanca y Extremadura para las corridas de toros, consideradas como la fiesta nacional española. En 2006 la cabaña ganadera contaba con 22,5 millones de cabezas de ganado ovino, 25,1 millones de ganado porcino, 6,5 millones de ganado vacuno, 3 millones de ganado caprino, 245.000 cabezas de ganado caballar y 136 millones de aves de corral. En España se produjeron cerca de 32 millones de kg de miel en el año 2001.
La unidad monetaria es el euro (el 2 de enero de 2002, un euro se cambió a 0.9038 dólares estadounidenses) y se emite por el Banco de España. Desde el 1 de enero de 1999, el euro se vinculó al valor de la peseta, con un cambio fijo de 166,386 pesetas por euro. El 1 de enero de 2002, la peseta dejó de circular como única moneda de curso legal.
El país cuenta con un gran número de bancos comerciales. Las principales bolsas se encuentran en Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia. En otras ciudades operan bolsines.

Los más viejos testimonios de la presencia del hombre en la península Ibérica son los restos antropológicos del yacimiento Gran Dolina de Atapuerca, en la provincia de Burgos, cuya antigüedad se remonta a casi un millón de años. Con ellos se inaugura la primera edad de la prehistoria, el paleolítico, en cuyas postrimerías se sitúa, por cierto, otra de las más brillantes manifestaciones hispánicas del cuaternario: el arte rupestre de los cazadores, tan bien ejemplificado en la cueva cántabra de Altamira.

La presencia romana en tierras hispanas data del siglo III a.C., con motivo de su lucha contra los cartagineses. Inicialmente conquistaron Cartago Nova (actual Cartagena) en el 209 a.C. y Gadir (actual Cádiz) en el 206 a.C., extendiendo después su dominio por el este y sur peninsulares. En el transcurso del siglo II a.C. los romanos avanzaron hacia el centro y oeste del territorio hispánico, encontrando en algunos casos una tenaz resistencia, como sucedió con los lusitanos, a los que dirigía Viriato, y con los celtíberos, que defendieron heroicamente Numancia. La etapa final de la conquista de la península Ibérica por los romanos estuvo dirigida por Augusto y se desarrolló contra los cántabros y los astures, en los últimos años del siglo I a.C.

El rey Leovigildo acabó con el reino suevo y afirmó la hegemonía visigoda en la península Ibérica. Su sucesor, Recaredo, abjuró del arrianismo, la religión de los visigodos, aceptando el catolicismo en el III Concilio de Toledo del año 589. En el siglo siguiente otro monarca, Recesvinto, promulgó el Liber Iudiciorum (654), por el que se ponía fin a las diferencias jurídicas entre visigodos e hispanorromanos. No obstante, la monarquía visigoda era débil, tanto por el carácter electivo de sus monarcas como por la gran influencia que ejercían la Iglesia y los magnates nobiliarios.
Puede considerarse que la historia moderna de España comenzó con el reinado de los Reyes Católicos (1474-1516), en cuyo periodo se avanzó de forma decisiva hacia la integración, bajo un único soberano, de los diversos reinos y territorios en que se había dividido la vieja Hispania romana.
El matrimonio de Isabel y Fernando supuso la vinculación de las Coronas de Castilla y de Aragón, cada una de las cuales estaba integrada por un grupo de reinos. La Corona de Aragón comprendía los de Aragón, Valencia y Mallorca, además del principado de Cataluña y de los reinos de Sicilia y Cerdeña, en el sur de Italia. La Corona de Castilla abarcaba la mayor parte de la península Ibérica, a excepción de los territorios aragoneses, Navarra, Portugal y el reino de Granada; sus diversos reinos (fruto de la progresiva incorporación de territorios durante la Reconquista al núcleo inicial del reino astur) se diferenciaban de los de la Corona de Aragón en que no mantenían leyes, instituciones, monedas u otros elementos privativos, sino que se integraban en un conjunto único. Eran reinos exclusivamente sobre el papel; sólo las provincias vascas tenían una vinculación particular con la Corona, en virtud de la cual mantenían una serie de leyes propias y privilegios.
Con los Reyes Católicos no se produjo una unión de las Coronas de Castilla y Aragón. De acuerdo con el modelo ya existente en esta última, cada una de ellas mantuvo sus leyes, instituciones y monedas, y continuaron las aduanas en las zonas limítrofes. Sin embargo, ambos reyes intervinieron, en distinta medida, en la gobernación castellana o aragonesa, y —lo que es más importante— en el futuro ambas coronas tendrán un mismo rey.
Pero el proceso hacia la integración del territorio peninsular bajo un único soberano va a ser mucho más amplio. Los Reyes Católicos conquistaron el reino de Granada (1492), y años después, muerta ya Isabel, Fernando incorporó el reino de Navarra (1512). Cuatro de los cinco reinos existentes en España a finales de la edad media pasaron a depender de un mismo soberano. Sólo faltaba Portugal, al que los reyes trataron de incorporar, sin éxito, por medio de matrimonios concertados. Fuera de la península Ibérica, las tropas castellanas conquistaron el reino de Nápoles (1504), así como una serie de plazas en el norte de África. Al propio tiempo, se incorporaron de forma efectiva las islas Canarias, y se inició, con el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón, el dominio de lo que será la América española. No se trataba sólo, por tanto, de la integración bajo un mismo rey de los territorios políticos de la Hispania romana; estaba surgiendo una gran potencia política mediterránea y atlántica, que en virtud de las vicisitudes sucesorias —y de la política matrimonial de los Reyes Católicos— pronto será también una potencia europea, cuando a la muerte de Fernando, la vasta herencia de Castilla y Aragón recaiga en Carlos I (1516-1556), heredero también, por línea paterna, de los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado, así como de los dominios patrimoniales de la Casa de Austria y del título imperial.
Apareció así la llamada Monarquía Hispánica, o de los Austrias, Estado supranacional formado por múltiples reinos y territorios cuyo único elemento de unión era la persona del monarca. La Monarquía Hispánica (siglos XVI y XVII) fue también llamada Monarquía Católica, en la medida en que la defensa de la ortodoxia católica frente a los protestantes se convirtió en una de sus principales razones de ser. Al igual que en la primitiva vinculación castellano-aragonesa, cada uno de sus reinos y territorios políticos integrantes mantendrá sus leyes, instituciones, monedas y tradiciones. Con Carlos I, el espacio territorial de la Monarquía Hispánica continuó creciendo, gracias a la incorporación del ducado de Milán y a la rápida conquista de América. Tras su muerte, Felipe II (1556-1598) no heredó ni los dominios de la Casa de Austria ni el título imperial, pero la expansión se completó con la incorporación de territorios como las guarniciones de Toscana, las islas Filipinas, y sobre todo, el reino de Portugal, con su extenso imperio ultramarino en África, Asia y América.
Los años finales del siglo XV y la primera mitad del siglo XVI fueron un periodo decisivo en la expansión europea más allá del océano. La Corona de Castilla, junto con Portugal, fue la principal protagonista de tal proceso. A mediados del siglo XVI, la América española había alcanzado prácticamente sus límites máximos. En poco más de medio siglo, los conquistadores españoles lograron incorporar vastos territorios en el norte, centro y sur del continente americano. Los dos hechos más importantes fueron las rápidas conquistas de los Imperios azteca (Hernán Cortés, 1519-1521) e inca (Francisco Pizarro, 1531-1533). A partir de los restos de ambos, dos grandes virreinatos, el de Nueva España (México) y el del Perú, coronaban la organización administrativa de la América española.
La expansión y el predominio político que se inició con los Reyes Católicos no podría explicarse sólo por la habilidad política, las combinaciones matrimoniales o la fortuna. A comienzos del siglo XVI, la Corona de Castilla era uno de los espacios más vitales de Europa. Su peso en el conjunto de España resultó decisivo, pues no sólo era más extensa que los otros territorios, sino que su población era mayor, en términos absolutos y relativos, y creció más que la de otros espacios peninsulares. A finales del siglo XVI —el momento sobre el que poseemos datos más fiables— la Corona de Castilla, sin el País Vasco, tenía unos 6.600.000 habitantes, de una población total para el conjunto de España de algo más de 8.000.000. La economía castellana era además la más próspera de la península; desde mediados del siglo XV, Castilla se encontraba en una fase expansiva, mientras que la economía de la Corona de Aragón (principalmente la de Cataluña) sufría un periodo de crisis y estancamiento, tras la prosperidad del siglo XIII.
El crecimiento demográfico de Castilla fue especialmente importante en el mundo urbano. Las ciudades más dinámicas eran las del interior, especialmente en los valles del Duero y del Guadalquivir. En aquél, aparte de Valladolid, que destacó por su importante papel político como sede preferente de la corte hasta mediados del siglo, vivieron momentos favorables ciudades como Burgos, sede principal del comercio castellano con el exterior; Segovia, núcleo esencial de la producción textil lanera; Medina del Campo, famosa por sus grandes ferias internacionales, o Salamanca, que albergaba la universidad más prestigiosa. En el sur, junto a grandes núcleos urbanos que vivían esencialmente de la agricultura, el monopolio comercial con América hizo crecer a Sevilla, la principal ciudad española del siglo XVI. En las últimas décadas de dicha centuria, el asentamiento de la corte motivaría el fuerte crecimiento de Madrid. A comienzos de los tiempos modernos, por tanto, las zonas más prósperas de la península se situaban no sólo en la Corona de Castilla, sino especialmente en el interior.
El carácter dinástico o personal, que determinaba la pertenencia a la monarquía de cada uno de los reinos y territorios integrantes de la misma, y la fuerte autonomía que conservaban, junto con la existencia de unas instancias superiores de gobierno en la corte, junto al rey, hicieron de la monarquía de los Austrias españoles una curiosa mezcla de autonomía y centralización. El poder del rey no era el mismo en todos los reinos y territorios, como tampoco eran similares el potencial demográfico y económico de los mismos. En estas condiciones, la riqueza y prosperidad castellana —incrementada posteriormente por la plata que provenía de América— junto al fuerte desarrollo del poder regio en la Corona de Castilla, la convirtieron, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, en el vivero fundamental de los recursos humanos y materiales y en el centro de gravedad de la monarquía. Ello tuvo claras ventajas para los grupos dirigentes castellanos: la alta nobleza, los miembros destacados del clero o los letrados disfrutaron de los principales cargos de la monarquía, hasta el punto de provocar recelos en otros territorios. Sin embargo, para el pueblo llano, que pagaba los impuestos, la realidad imperial de la monarquía de los Austrias no supuso sino una creciente fiscalidad y el envío de muchos de sus hombres para abastecer los ejércitos. El sometimiento de Castilla a la política imperial de los Austrias fue aún mayor tras el fracaso de la revuelta de las Comunidades (1520-1521) —de carácter urbano y popular— contra la política del emperador Carlos I.
Durante buena parte del siglo XVI, los éxitos acompañaron la política internacional española, a pesar del fracaso relativo de Carlos V en el intento de impedir la expansión del protestantismo en Alemania. La defensa del Mediterráneo occidental resultó eficaz frente al peligro turco, que se redujo de hecho en las últimas décadas del siglo. Sin embargo, el gran cáncer de la Monarquía surgió en su seno con la rebelión de los Países Bajos, iniciada en 1566, y que habría de dar lugar a una guerra larga, costosa y agotadora, que duró, en conjunto, hasta mediados del siglo XVII, y en la que los rebeldes —las Provincias Unidas de Holanda— contaron frecuentemente con el apoyo de Francia e Inglaterra (véase Guerra de los Países Bajos).
En plena fase de expansión económica, las materias primas castellanas no se utilizaron para abastecer, de forma suficiente, la producción artesanal propia. La lana de los rebaños de la Mesta y el hierro vasco eran los dos principales artículos del comercio de exportación castellano. A cambio, numerosos productos manufacturados extranjeros invadieron el mercado interior, favorecidos por las facilidades aduaneras, la necesidad de abastecer el mercado americano, el crecimiento de los precios en Castilla, o el retraso técnico que pronto empezó a manifestarse. Castilla fue convirtiéndose en proveedora de materias primas y compradora de productos manufacturados, en claro perjuicio de su actividad industrial y sus posibilidades de crecimiento económico. La política no fue ajena a dicho proceso, pues el peso excesivo del gobierno hegemónico de los Austrias determinó una fuerte presión fiscal y un notable desgaste demográfico para mantener los ejércitos. Por otra parte, en una época en que el incremento de la producción iba necesariamente ligado al aumento de las superficies cultivadas, el crecimiento demográfico tenía un límite, que en el caso de Castilla, parecía haberse alcanzado hacia las décadas de 1570 y 1580.
Al menos desde la gran crisis epidémica de finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, el interior castellano sufrió una fuerte crisis demográfica y económica que acabó con su antigua prosperidad. Sus ciudades perdieron el papel que habían tenido en la economía y se despoblaron. La sociedad se polarizó y los exponentes de la incipiente burguesía, los sectores intermedios que protagonizaron la actividad manufacturera, mercantil y financiera del siglo anterior, desaparecieron. La obsesión por el ennoblecimiento y por vivir de las rentas agrarias sirvieron de base a una sociedad con fuertes diferencias entre los ricos y poderosos y la gran masa popular, empobrecida.
La crisis no afectó en la misma medida a la periferia, incluida la perteneciente a la Corona de Castilla. La mayor parte de las regiones del exterior peninsular mantuvieron su población, o incluso la aumentaron, a pesar de que algunas de ellas sufrieron fuertemente la incidencia de la peste. En la segunda mitad del siglo XVII, cuando la población y la economía del interior comenzaban a recuperarse, el centro de gravedad de la economía española se había desplazado, definitivamente, hacia la periferia. Durante el siglo XVIII la situación no cambiará, y a pesar de la buena coyuntura general, Cataluña, el Levante valenciano, Cádiz —centro del comercio con América— o las zonas costeras del País Vasco serán las regiones más prósperas, frente a un interior que recuperaba población, pero cuya economía tenía un cariz esencialmente agrario. Madrid, en el centro, era la gran excepción, como consecuencia de su papel político.
Al igual que en otras sociedades de la época, la intolerancia religiosa era un elemento fundamental. En 1492 fue expulsada de España la minoría judía; poco después, se obligó también a los musulmanes a convertirse o emigrar. En ambos casos, sin embargo, la extinción oficial del judaísmo y la religión islámica no acabó con el problema de las minorías, pues buena parte de los judíos y la gran mayoría de los musulmanes se convirtieron a la fe cristiana. Al problema judío le sucedió la cuestión de los conversos, cuya clave última estaba en el rechazo hacia las razas minoritarias. La Iglesia y la mayor parte de la sociedad sospechaban de la sinceridad de las conversiones; la Inquisición, que comenzó a actuar en 1480, fue esencialmente un tribunal contra los conversos de origen judío, al tiempo que, en la sociedad española, se extendía la diferenciación entre cristianos ‘viejos’ y ‘nuevos’, y la demostración de la ‘limpieza de la sangre’ —la inexistencia de antepasados judíos o musulmanes— se convertía en un requisito inexcusable para el acceso a las diversas instituciones administrativas.
A diferencia de los conversos de origen judío, diseminados entre la sociedad cristiana vieja y obsesionados por ocultar sus antecedentes, los antiguos musulmanes, llamados moriscos, al vivir agrupados en determinadas zonas de la península, hacían gala de su religión y sus costumbres y eran claramente reacios a la religión y la cultura cristianas. Mientras los conversos de origen judío vivían preferentemente en las ciudades y trataban de integrarse en la sociedad, con frecuencia en posiciones de cierta relevancia, los moriscos eran campesinos de escasa formación cultural, por lo que durante buena parte del siglo XVI se los consideró menos peligrosos. Sin embargo, la revuelta de las Alpujarras, en 1568, determinó la desarticulación del núcleo granadino, diseminado por la Corona de Castilla, e incrementó la intolerancia hacia ellos. A comienzos del siglo XVII, los moriscos —unas 300.000 personas— fueron expulsados de España. En los reinos de Valencia y Aragón, los más afectados, los expulsados suponían, respectivamente, en torno al 30% y al 25% de la población.
El reinado de Felipe IV vivió una de las coyunturas bélicas más intensas de la historia de la Monarquía Hispánica, que acabó por arruinar la economía y la hacienda de Castilla, y que pesó también gravemente sobre otros territorios, en particular el reino de Nápoles. Las repercusiones económicas y sociales de tal esfuerzo, junto a otros factores, como el descontento y las tensiones constitucionales provocadas por los intentos del conde-duque de Olivares de repartir las cargas de la política imperial de la monarquía, para aliviar el peso que soportaba la Corona de Castilla, provocaron una grave crisis interna, cuyas manifestaciones más importantes fueron las revueltas de Cataluña y Portugal, iniciadas ambas en 1640. Tales acontecimientos fueron la antesala de la derrota de la monarquía frente a los holandeses, sancionada por la Paz de Westfalia (1648) y frente a Francia por la Paz de los Pirineos (1659). Unos años después, en 1668, Portugal vio reconocida su independencia.
A pesar de las derrotas de mediados del siglo XVII, durante las últimas décadas de este siglo, la monarquía supo conservar la casi totalidad de sus dominios, gracias, en buena parte, a la habilidad diplomática que la llevó a aliarse con sus anteriores enemigos, Inglaterra y Holanda, frente al expansionismo amenazador de la Francia de Luis XIV. Precisamente, la obsesión por mantener íntegra la herencia recibida de sus antepasados fue uno de los elementos decisivos que llevaron a Carlos II, carente de sucesión, a nombrar heredero al duque de Anjou, nieto del rey francés, que, con el nombre de Felipe V, introduciría en España la dinastía de Borbón (1700).
La existencia de otro pretendiente, el archiduque de Austria, Carlos de Habsburgo, vinculado también a los monarcas españoles por reiterados lazos familiares, junto al temor que inspiraba el poder de Luis XIV, fuertemente incrementado por la herencia de su nieto, provocaron la llamada guerra de Sucesión, que no fue sólo un conflicto europeo generalizado, sino que en España tuvo características de guerra civil, enfrentando a los leales a Felipe V con los partidarios del archiduque austriaco, especialmente numerosos en la Corona de Aragón.
El desenlace internacional de la guerra, en 1713, supuso el fin de la Monarquía Hispánica, pues sus dominios europeos pasaron a manos de los rivales del bando borbónico, en beneficio sobre todo de Austria. En España, la conclusión de la guerra en 1715 reafirmó en el trono a Felipe V, quien, en castigo por el apoyo a su rival, suprimió las instituciones y leyes particulares de los reinos y territorios de la Corona de Aragón. El poder político, en la España del siglo XVIII se organizó, así, de forma centralista, siguiendo el modelo francés. Sólo Navarra y las provincias vascas, leales a Felipe V durante la guerra, mantuvieron sus instituciones y leyes.
El siglo XVIII fue en general un periodo de recuperación demográfica y económica, favorecida por las medidas reformistas, especialmente intensas durante los reinados de Fernando VI, y sobre todo, de Carlos III. A finales de la centuria, la población total española podía estar entre los 10.700.000 y los 11.300.000 habitantes. Apoyada en su imperio ultramarino, la España de este siglo fue una potencia importante en la política europea, si bien su política exterior careció de la grandeza de tiempos pasados y estuvo casi siempre demasiado vinculada a Francia. El influjo de la Ilustración —y el paso del tiempo— redujo considerablemente la importancia de la Inquisición, que a finales del siglo había dirigido su actividad a la persecución de las nuevas ideas ilustradas, procedentes principalmente de Francia, y a la censura de libros (la persecución contra judíos y musulmanes —o conversos— se había reducido, fundamentalmente porque su número era ya muy escaso). Pese a los signos de crisis detectados durante el reinado de Carlos IV, la invasión napoleónica de 1808 vino a truncar la evolución positiva de la España del siglo XVIII (véase Guerras Napoleónicas).
El discurrir histórico de la España contemporánea dibujó una entrecortada senda debido a que el afianzamiento del nuevo orden liberal, a partir del segundo tercio del siglo XIX, chocó con múltiples resistencias emanadas de distintos flancos (carlismo, poderes fácticos, viejos estamentos privilegiados). Las manifiestas interferencias entre los poderes civil, militar y religioso se traducen a lo largo de dicha centuria en una cadena de desencuentros y tensas relaciones entre la Iglesia y el Estado (proceso desamortizador), unidos a intermitentes pronunciamientos militares de matiz conservador o progresista, artífices de los relevos gubernamentales y los sucesivos vaivenes constitucionales. Fracasada la experiencia democrática del Sexenio Democrático, tan esperanzadora como meteórica (1868-1874), el régimen oligárquico de la Restauración introdujo a España en el umbral del siglo XX sin consolidar el ensayado bipartidismo ni asentar un sistema de partidos garante de la reclamada estabilidad en la vida pública.
La falta de una correcta ubicación institucional, a estas alturas de la contemporaneidad, junto a los llamativos reveses extrapeninsulares cosechados en las últimas décadas (el desastre colonial de 1898, Annual y otros sonados fracasos en la guerra de Marruecos), provocaron una paulatina militarización de la monarquía de Alfonso XIII hasta desembocar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). El pretorianismo militar patente en la nueva centuria, arrumbado el régimen democrático republicano mediante una cruenta Guerra Civil (1936-1939), alcanzó sus máximas cotas de protagonismo con el caudillaje del general Franco, persistente por espacio de cuatro décadas hasta la muerte del dictador en noviembre de 1975.
A partir de entonces, merced a un atípico proceso de autoinmolación parlamentaria, las viejas Cortes franquistas de inspiración corporativa otorgaron vía libre al proyecto de reforma política, principal ariete de la transición pacífica a la monarquía de Juan Carlos I. Superadas con esfuerzo algunas asignaturas pendientes (desajustes de orden político y socioeconómico), la España de 1996, un país con 39 millones de habitantes al haber cuadruplicado su población durante estos dos siglos, pese a la tardía revolución demográfica, disfruta desde hace veinte años de una probada solvencia democrática.
Los sucesos revolucionarios acaecidos en 1789 (véase Revolución Francesa) al otro lado de los Pirineos, asustaron a los dirigentes españoles y provocaron un vuelco en la trayectoria reformista borbónica, empeñada en modernizar el país y acercarlo a Europa después de años de introspección y obligado repliegue. El motín de Aranjuez y las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII (llamado ‘El Deseado’) en Bayona a favor de Napoleón Bonaparte sumieron al país en una profunda crisis dinástica, a la vez que las tropas francesas, al amparo del Tratado de Fontainebleau, invadían la península con la excusa de un supuesto avance hacia Portugal. En medio de tanta confusión y vacío de poder, apenas una minoría sabrá aprovechar la delicadeza del momento para, en lugar de reclamar el retorno de ‘El Deseado’, acabar con el viejo orden y dar una réplica constitucional al Estatuto de Bayona, la carta otorgada jurada por José I en julio de 1808.

El reinado de Isabel II abarca el segundo tercio del siglo XIX, desde 1833 hasta la revolución de 1868, que obliga a la reina a salir del país en pos de una ‘España con honra’. Previamente, se estableció una etapa de minoridad y regencia de María Cristina y del general Baldomero Fernández Espartero, clausurada en 1843 al proclamarse oficialmente la mayoría de edad de la heredera del trono con apenas 13 años. Las notas más sobresalientes del legado político isabelino fueron el desmantelamiento de los fundamentos económicos y jurídicos del Antiguo Régimen, perfilado por los partidarios de la Constitución de 1812 o doceañistas (disolución del régimen señorial, desvinculaciones y proceso de desamortización), y la puesta en marcha de una revolución burguesa imperfecta, pero que provoca cambios cualitativos en la organización social (sociedad clasista) y política (constitucionalismo), las relaciones de producción (economía capitalista), y las estructuras mentales (utilitarismo y mentalidad burguesa entusiasta de la propiedad y el ahorro).

Los quince meses que transcurrieron entre enero de 1930 y abril de 1931, fecha de nacimiento de la II República, evidencian la ineficacia de los gobiernos de parcheo del general Dámaso Berenguer y del almirante Juan Bautista Aznar, incapaces de apuntalar la militarizada monarquía. En medio de crecientes críticas al régimen y a su cabeza visible, Alfonso XIII, el ensamblaje de fuerzas de la oposición gestado en el famoso Pacto de San Sebastián, junto al desgaste de imagen dentro y fuera de España motivado por desafortunados sucesos como los de Jaca y Cuatro Vientos, acabaron por descomponer el endeble panorama peninsular.
Así se comprende cómo unas simples elecciones municipales convocadas para el 12 de abril, desvirtuaron su sentido para convertirse en un auténtico plebiscito a favor o en contra de la monarquía alfonsina. El triunfo de las candidaturas republicanas en los principales núcleos de decisión (las ciudades) provocó la inminente expatriación del monarca y la proclamación ilusionada de la II República, sin ruido de sables ni derramamiento de sangre. Este advenimiento pacífico, al igual que la experiencia similar decimonónica, se contrapone a su cruento final marcado por tres años de enfrentamiento civil, el elevado precio del derribo de la legalidad republicana (la “muerte noble”, a que alude Edward Malefakis en comparación con sus homónimas europeas).
Dentro del periodo que comprende la clasificación convencional en dos epígrafes de contrastado signo (Bienio Reformista y Bienio Restaurador), más un agitado semestre frentepopulista que desembocaría en la guerra, descuella la etapa republicano-socialista de 1931 a 1933, empeñada en la ardua tarea de modernizar España. En este compromiso reformador se inserta la Constitución democrática aprobada en diciembre de 1931, un texto representativo de los avances jurídicos del momento, con especial sensibilidad hacia la cuestión social y los derechos de los ciudadanos, regulados de manera pormenorizada frente al laconismo habitual.
La reforma militar acometida por Manuel Azaña, tendente a racionalizar un Ejército anticuado e hipertrofiado; la controvertida reforma religiosa, ideada con la pretensión de regular al fin las relaciones entre la Iglesia y el Estado, pero desde un apasionamiento anticlerical que confundía el laicismo con el cobro de facturas pendientes; la novedosa apuesta en la estructuración territorial por el Estado integral y autonómico, comprobadas las fisuras del centralismo y de la solución federal; o los conatos parciales de reforma agraria, un retoque superficial a la desequilibrada estructura de la propiedad de la tierra, son algunos ejemplos reseñables de la aludida vocación reformista y de las contradicciones inherentes a una “República democrática de trabajadores de toda clase”, como la bautizaron entre Francisco Largo Caballero y Niceto Alcalá Zamora.
La rebelión militar de julio de 1936 extendida desde Marruecos a la península, fruto de una conspiración en la que participaron José Sanjurjo, Emilio Mola, Francisco Franco, Gonzalo Queipo de Llano, Galarza y otros oficiales, supuso el estallido de una Guerra Civil más larga de lo imaginado por los insurrectos, desbordados ante el cariz del choque bélico. La resistencia republicana, especialmente férrea en Madrid, Cataluña, Levante y algunos puntos del norte peninsular, trastocó los cálculos iniciales y obligó a los sublevados a cambiar el guión y convertir un clásico pronunciamiento en lo que ellos denominaron “cruzada del Glorioso Alzamiento Nacional, orientada a la reconstrucción espiritual de España frente a las hordas marxistas”.
Durante casi cuatro décadas, las que median entre 1939 y 1975, España vivió bajo las órdenes del general Francisco Franco, carismático vencedor de la Guerra Civil. El triángulo de sustentación del 18 de julio: Ejército, Falange e Iglesia, con su reparto de papeles coactivo, ideológico y legitimador, cimentó un régimen autoritario y paternalista, capaz de adaptar los ingredientes totalitarios al contexto hispano. El caudillaje plenipotenciario de Franco condicionó por completo este diseño personal, al que se fueron añadiendo ciertas dosis de flexibilidad, a medida que la política internacional evolucionaba hacia una mayor tolerancia y posiciones antifascistas.
Bajo la coartada de la ‘democracia orgánica’ y en una clara operación de maquillaje, se fue fraguando la lenta institucionalización del régimen, que se dilató desde 1938 (fecha de aprobación del Fuero del Trabajo) hasta enero de 1967 cuando ve la luz la Ley Orgánica del Estado, ratificadora de su envoltura arcaica, confesional y carente de partidos políticos. En el trayecto quedan otras cinco Leyes Fundamentales, de rango similar y carácter dogmático u orgánico, con las que se pretende completar la ‘Constitución fragmentada’ del franquismo, si aceptamos el eufemismo al uso (Ley Constitutiva de las Cortes Españolas de 1942, Fuero de los Españoles y Ley del Referéndum Nacional de 1945, Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947 y Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, de mayo de 1958, delimitadora de una monarquía tradicional, católica y social).
El desarrollo interno del franquismo admite una relajada disección al coincidir prácticamente sus hitos referenciales con los indicadores sociales, políticos y económicos que marcan el tránsito de una década a otra. Mientras los años de la década de 1940 se caracterizaron por la introspección y la autarquía, imprescindibles para alcanzar la pretendida autosuficiencia económica, prorrogada tras finalizar la II Guerra Mundial por desentendimiento con los vencedores, la década bisagra de 1950 presentó connotaciones muy diferentes. Tras el aislamiento exterior y la mal disimulada neutralidad y no beligerancia, en estos años centrales del siglo XX se consuma la inserción internacional y el afianzamiento peninsular del régimen, merced a la firma en 1953 de pactos económicos y militares con Estados Unidos y el Concordato con la Santa Sede, coetáneos en el ámbito interior al Plan de Estabilización y los primeros sondeos planificadores de la sociedad del bienestar.
La década de 1960, tan impactante en todo el mundo, significó para España la consecución de un desarrollo económico sin precedentes, no exento de desequilibrios sectoriales y regionales, así como un giro tecnocrático en la vida política, que mostró síntomas de apertura y adaptación. Las migraciones de uno y otro signo que surcaron la geografía nacional con sus secuelas demográficas y especulativas, las transformaciones socioeconómicas y las consignas del exterior impulsaron, con el beneplácito de la nueva clase dirigente, el adiós al anquilosamiento político. Al igual que había sucedido en 1956, pero con mayor intensidad y carga ideológica, la agitación estudiantil y la conflictividad obrera patentizaban, desde otro ángulo de análisis, la necesidad de cambios profundos.
La confluencia en la década de 1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta procedencia (crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo, problemas saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su permanencia. La larga agonía del general Franco, fallecido en noviembre de 1975, simbolizó el agotamiento del sistema, mientras el pueblo se interrogaba sobre la capacidad de supervivencia del franquismo sin su principal hacedor.
Muerto Franco y ante la sorpresa internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma y en el fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la legalidad corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada por el monarca la nueva situación, comenzó su andadura la transición política, un largo y complejo periodo donde se conjugaron circunstancias favorables ni siquiera barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y suerte, maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado reajuste político.
La vía elegida para tal fin fue la reforma, en lugar de otras más radicales (ruptura, revolución), máxime al constatar la tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos necesarios para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan Carlos I de ser “rey de todos los españoles”. En el verano de 1976, la designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de reforma política que, en un año escaso y con la estimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, desembocará en elecciones generales, una práctica olvidada en este país desde la etapa republicana.
El texto constitucional promulgado en diciembre de 1978, fruto del consenso de la pluralidad de fuerzas políticas, define a España como un Estado de derecho, democrático y social. A este tercer intento democratizador contemporáneo no le faltaron problemas: los sectores reacios al cambio se escandalizaron con ‘provocaciones’ como la legalización del Partido Comunista, la reforma autonómica, la conflictividad social, la laicización y la crisis económica. El intento golpista del 23 de febrero de 1981 así lo demuestra, al igual que la inutilidad jurídica de pretender justificar actos como éste apelando al ‘estado de necesidad’.
La victoria socialista obtenida en las elecciones de 1982 por mayoría absoluta, con un programa capaz de atraer a diez millones de votantes, simbolizó la reconciliación nacional y la normalización de la vida pública. El liderazgo ejercido por Felipe González, presidente del gobierno y secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por espacio de trece años, se correspondió con una declarada vocación europeísta y un empeño modernizador difícil de negar. Sin embargo, la escalada de la corrupción, el incremento del desempleo, los titubeos en la redistribución de recursos y la crisis ideológica que atenazaba al pensamiento occidental en esos últimos años defraudaron muchas esperanzas.
En las elecciones generales de marzo de 1996, el Partido Popular (PP) se hizo con las riendas del gobierno por un estrecho margen de votos, lo que le condujo a pactar con los nacionalistas vascos y catalanes. Esto entraña una seria dificultad para el PP a la hora de llevar a la práctica el programa de gobierno propuesto durante la campaña electoral. La alternancia democrática está garantizada, pero los retos que tenía por delante el gobierno de José María Aznar, en especial el cumplimiento de los acuerdos de Maastricht y la convergencia con Europa, exigen más que buenas intenciones.
Para lograrlo, el Partido Popular adoptó unas medidas de austeridad y recorte presupuestario, dentro del marco de una importante reforma económica y laboral, para tratar también así de solventar el problema del desempleo, llegando a un acuerdo con los agentes sociales (empresarios y sindicatos). Al mismo tiempo, el gobierno de Aznar tuvo que hacer frente a la violencia de ETA y de los miembros de Jarrai (las juventudes de la Koordinadora Abertzale Sozialista, en la que también se integra ETA), así como al esclarecimiento de los atentados perpetrados por los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) llevados a cabo contra militantes etarras entre 1983 y 1987.
La conjunción de una serie de factores —tales como la eficacia policial, el aumento del rechazo por parte de la ciudadanía hacia la persistencia de atentados, la constatación entre sus miembros de que la vía seguida en Irlanda del Norte era una opción plausible para poner fin al conflicto— hicieron que la organización terrorista decretara, en septiembre de 1998, un alto el fuego indefinido, ratificado en varios comunicados emitidos en los últimos meses de 1998 y los primeros de 1999. No obstante, el 28 de noviembre de ese último año, ETA puso fin a dicho alto el fuego, demostrando así que su intención no había sido otra que profundizar en lo que los terroristas denominaban “proceso de construcción nacional” vasco. En enero de 2000, la organización reanudó la comisión de atentados.
Con una participación del 69,98%; el PP obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones legislativas celebradas el 12 de marzo de 2000, al lograr el 44,54% de los votos emitidos para renovar el Congreso de los Diputados y 183 escaños (y 127 senadores). El PSOE perdió 16 actas de diputados respecto a los comicios anteriores y se quedó con un 34,08% de votos y 125 escaños (y 61 senadores). Convergència i Unió (CiU) se convirtió en la tercera formación política en número de escaños (15 diputados y 8 senadores) e Izquierda Unida (IU) tan sólo obtuvo el 5,46% y 8 actas de diputado (y ningún senador).

El 1 de enero de 2002 marcó la fecha de la entrada en circulación del euro en España. Culminaba así uno de los pilares básicos del proceso de integración económica europea, en torno al cual se había vertebrado, igualmente, la política exterior española de los años anteriores. Por lo que respecta a este aspecto internacional, el segundo periodo presidencial de Aznar estuvo marcado por otros dos referentes fundamentales: el proceso de negociaciones abierto con el Reino Unido acerca de Gibraltar, y el progresivo deterioro de las relaciones diplomáticas con Marruecos como consecuencia de toda una serie de factores de desencuentro que culminaron en la denominada crisis de Perejil (este islote deshabitado, llamado Leïla por los marroquíes y situado a pocos metros de sus costas, fue ocupado el 11 de julio de 2002 por efectivos militares de este país, cuyo gobierno puso así en discusión la soberanía española sobre el territorio; durante ese mismo mes, fueron desalojados por tropas españolas que permanecieron durante unos días en el islote).
Decidido a completar su programa en esta segunda etapa, Aznar promovió desde el ejecutivo numerosas iniciativas legislativas (Plan Hidrológico Nacional, Ley Orgánica de Calidad de la Educación, Ley de Sanidad, reforma del Código Penal). Muchas fueron criticadas por el principal partido de la oposición, el PSOE, con cuyo líder, José Luis Rodríguez Zapatero, mantuvo Aznar serias diferencias. Éstas alcanzaron sus máximas cotas con motivo del desastre del Prestige (noviembre de 2002) y por el significado alineamiento de Aznar junto al gobierno estadounidense de George W. Bush durante la crisis de Irak (finales de 2002 e inicios de 2003). Sus posiciones estuvieron mucho más próximas, en cambio, en materia antiterrorista; así, el Pacto de Estado por las Libertades y contra el Terrorismo, firmado por el PSOE, el PP y el gobierno en diciembre de 2000, sirvió de marco para posteriores actuaciones como la Ley de Partidos Políticos.
El 11 de marzo de 2004, varias bombas explotaron en diversos trenes de las líneas ferroviarias de cercanías de Madrid, causando la muerte de más de 190 personas y más de 1.700 heridos. Las investigaciones policiales no tardaron en descubrir que aquellos atentados terroristas del 11-M habían sido perpetrados por terroristas islamistas. En las elecciones generales que tuvieron lugar tres días después de este trágico suceso, el PP, que obtuvo 148 diputados, fue derrotado por el PSOE (164 actas en el nuevo Congreso). Las siguientes formaciones más votadas fueron Convergència i Unió (10), Esquerra Republicana de Catalunya (8), el Partido Nacionalista Vasco (7) e Izquierda Unida (5). Estos resultados permitieron a los socialistas formar un nuevo gobierno, presidido por Rodríguez Zapatero. Poco después, el 13 de junio, el PSOE volvió a vencer en las urnas, esta vez en las elecciones al Parlamento Europeo. El 22 de mayo de ese mismo año, entre la celebración de ambos comicios, Felipe de Borbón y Grecia, príncipe de Asturias y heredero de la corona española, contrajo matrimonio con Letizia Ortiz Rocasolano. En un referéndum celebrado el 20 de febrero de 2005, algo más del 76% de los votantes dio su aprobación al proyecto de Tratado para el establecimiento de una Constitución para Europa.
En marzo de 2006, ETA declaró, por primera vez, un “alto el fuego permanente”. Sin embargo, tal tregua vio pronto su fin, ya que el 30 de diciembre de ese mismo año, la organización terrorista perpetró un nuevo atentado, en el aeropuerto de Barajas (Madrid), que costó la vida a dos personas. Posteriormente, en junio de 2007, ETA daría por finalizado aquel alto el fuego.
Las elecciones generales del 9 de marzo de 2008 significaron un nuevo triunfo del PSOE, que obtuvo 169 escaños, suficientes para que Rodríguez Zapatero continuara al frente del gobierno en la siguiente legislatura. El PP se mantendría, por tanto, en la oposición, pese a que sus 154 diputados mejoraban sus resultados de 2004. El hecho de que entre ambas formaciones aglutinaran 323 de los 350 asientos del Congreso aminoraba el peso del resto de fuerzas políticas, que, en líneas generales, vieron reducidas sus respectivas representaciones parlamentarias.